dimecres, d’octubre 27
Allò que tothom sap/Everybody knows
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Manuel de la Fuente. MADRID.-Cocinero antes que «fraile» (budista), poeta antes que cantante, juglar antes que estrella, Leonard Cohen, uno de los más carismáticos artistas de la música popular del siglo XX (y lo que va de XXI, claro), cumplió setenta años el pasado 21 de septiembre, nacido, pues, bajo la constelación de Virgo. Y, aunque con un poco de retraso, el canadiense está dispuesto a celebrarlo. ¿Cómo? Soplando las velas del que es su nuevo álbum, «Dear Heather»: «Por favor, camina a mi lado, con un vaso en tus manos, y tus piernas blancas, vestidas de invierno».
Y, aunque se ha hecho esperar, aunque ha habido distancia no hubo olvido y parece que ha valido la pena. Y mucho. Cohen regresa con trece piezas marcadas por su verso vivo y cargado de simbolismo, por sus imágenes que tanto y tan bien intentan ordenar el caos de la vida del hombre contemporáneo. El amor, la soledad, el miedo, la reflexión, el paso del tiempo, sus experiencias religiosas, la crisis de valores occidentales, todo desfila por este álbum, como una lírica argamasa. Y el amor, mucho amor.
Enigmática, discreta, pero siempre inspirada, la carrera musical del canadiense comenzó allá por 1968. Hasta entonces, Leonard Norman Cohen había sido un asiduo del mundillo literario canadiense, un novelista al que la crítica mimaba, pero a Cohen eso no le daba de comer. Por lo menos, no lo suficiente. Al amparo del crecimiento del folk-rock y del éxito masivo de Bob Dylan, Cohen creyó que podía valer la pena intentar acompañar sus letras (sus magníficas letras) con unos cuantos acordes. Primero pensó en irse a Nashville y convertirse en un cantante de country and western pero al final acabó en Nueva York. «Me secuestró», diría tiempo después.
Luces de bohemia
Allí se instaló en una zona bohemia y en un hotel aún más bohemio: el Chelsea, fonda del sopapo por la que pasaban Joan Báez, el propio Dylan, Jimi Hendrix, Janis Joplin y en el que algún tiempo atrás se habían albergado William S. Burroughs, Thomas Wolfe, Arthur Miller, el mismo hotel en el que Dylan Thomas se bebió sus dieciocho tragos fatídicos («Creo que he batido mi propio record», dijo el poeta galés antes de morir). Allí Cohen conoció a la bucólica cantante Judy Collins. Tras un primer encuentro no demasiado satisfactorio, quedaron en que Cohen le llamaría cuendo tuviese nuevas piezas. Y lo hizo. Y a través de un teléfono le cantó «Suzanne», que fue incluida en el álbum «In my life», de Collins, y que sería con el tiempo una de las canciones más famosas del siglo XX. La suerte estaba echada. Y bien echada. El resto, es historia del rock.
Cantautor o poeta, poeta o cantautor, lo cierto es que sus canciones siempre han poseído una riqueza lírica muy superior a la media de la música pop. No crean, sin embargo, que los árboles de la letra le han impedido ver el bosque de los pentagramas. Musicalmente, Leonard Cohen no se ha quedado nunca quieto. Incluso, en un caso como el suyo, en el que el fondo y la forma eran una difícil ecuación que él mismo se encargó de solucionar. Del intérprete de «The partisan» y «Suzanne» al cantante de «I´m your man» o «The future» hay bastantes pasos. Hombre de gran cultura, conocedor de los clásicos y de los contemporáneos, del arte audiovisual, poeta y amante de la poesía (no hay que olvidar que su hija se llama Lorca en homenaje al autor de «Yerma»), Leonard Cohen siempre ha tenido las orejas tan abiertas como las entendederas. Las maquinitas y las programaciones no le son ajenas, ahora, siempre son un medio, nunca un fin para dar rienda suelta a su peculiar estilo de rapsoda, cantante, fabulador, de crooner de la desolación del hombre moderno, pero también el cantor del seso y del sexo, constante en su paseo por el amor y la muerte.
Su nuevo álbum es, ante todo, un remanso de paz. una hermosa letanía, una canción de cuna, o mejor, de cama, o por lo menos de sofá. Para dormirse, de gusto, y en brazos de los ángeles.
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